Aquí donde usted me ve

Junio 1, 2013

Hay épocas y lugares en los que no ser nadie es más honorable que ser alguien. --Carlos Ruiz Zafón. El prisionero del cielo.

 ¿Me he jubilado? Si. No. Es complicado. Según ciertas señas de identidad gubernamentales y corporativas, si. Pero no me considero jubilado. ¿Estoy desempleado? Bueno, si. Igual que muchos periodistas que pronto seremos la mayoría. Pero igual que mis colegas sigo trabajando. Freelancer para varias instituciones, entre ellas mi propio periódico, entregando los mismo artículos que redactaba cuando estaba en la nómina – con grandes ahorros para mis antiguos jefes. Y aprovecho esta vuelta de la Rueda de la Fortuna para abordar proyectos propios, entre ellos este blog, palabra que un viejo amigo me decía sonaba a vómito. Leyendo algunos ejemplos del género, creo que mi amigo, que no los lee, intuyó lo cierto. Quizás este también sea vomitivo. Me disculpo por la grosería. Es el siglo.

Del cual sí estoy definitivamente batiendo una retirada. Sonó la trompeta. ¡Sálvese el que pueda! Lejos soy de los sabios que Fray Luis emulaba, pero, como él, abrazo y celebro la vida retirada. No monástica, exactamente. Pero sí apartada, rural. Por las noches truena la discoteca de anfibios que puebla esta esquina del mango de sartén de la Florida. A sus compases bailo, aunque solo dentro de mi cabeza. Por fuera estoy tranquilito. Con júbilo interior y retiro exterior

¿Me he jubilado? No. ¿Me he retirado? Si.

Todas las tardes cumplo con la tarea de servir alimento en el gallinero de mi cuňado a treinta gallinas y un gallo viejo con quien converso en buen cristiano, pues soy de la opinión que las bestias prefieren nuestro idioma y lo entienden perfectamente, no importa en que país pisen o piquen. Hace unos meses le metieron un gallo joven de vecino. Gallardo, valga la redundancia. No dejaba en paz a las emplumadas féminas, que cacareaban, quizás de placer – yo me crié niño urbano y no entiendo de esas cosas. Pero el tenorio era también guapo de barrio; se pasaba el día acosando al viejo y no lo dejaba ni comer, él que otra cosa ya no sabría hacer a pesar de la presencia abrumadora del sexo opuesto.

Me había encariñado con el viejo, seguramente por solidaridad, y le apodaba Compay Gallo. A veces tenia que espantar al joven abusador, que se me reviraba y venía hacia mi con aires machistas. Yo le aconsejaba que guardara distancia, pues mi madre, que vive aquí, prepara un fricasé para la historia. Un día se le encaró a mi hermana, quien le dijo a su marido que o el gallo o ella. Al día siguiente viajó el viril plumífero en el camión de mi cuñado, las patas amarradas y con esa tristeza en los ojos que he visto en los pet shops putativos de Miami donde se compran gallos y otras alimañas para alimentar a los santos.

Ahora cuando voy, veo a Compay Gallo plácido, disfrutando su retiro con júbilo y sin amenazas, aunque probablemente con limitados placeres. No sé. Las hembras siguen poniendo huevos – exquisitos, dicho sea de paso – y no estoy seguro si eso se debe al instinto de las gallinas o a la presencia del gallo, aunque sin la intimidad de éste. Dada las fulminante maniobras del gallo joven, tampoco sabría si esa intimidad es de añorar, pues mas parecía violencia que ternura, mal comportamiento también entre algún varón de mi especie. Yo veo feliz a Compay Gallo, el que nunca me correrá por la guardarraya. Él tiene sus gallinitas. ¿Yo? Ah, lector hipócrita, mi semejante, mi hermano, este es un blog no una confesión, que esa ya ni a los curas. Pero sigue leyendo. Sabe Dios o el Diablo que aventuras contaremos