La siesta del carnero

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Mi familia materna es básicamente peninsular. Aunque la mitad de la generación de mi madre nació en Cuba, yo siempre los vi como españoles. De ahí, muchos de mis gustos y costumbres, como mi pasión por la cocina ibérica. La siesta pertenece a esa herencia, pero fue mantenida con tanto entusiasmo – si se le puede llamar entusiasmo al letargo – por los criollos que ya es tanto de una orilla como de la otra.

Ah, pero mi familia peninsular cultivaba ese desmayo diurno con gustos exquisitos. No recuerdo cuando primero oí hablar de “la siesta del carnero.” Lo que si se es que nunca vi a un criollo – mi padre o uno de mis tíos paternos – tomarla. La siesta del carnero, me decía mi mamá, era la de la media o tardía mañana. Uno se despierta; desayuna a lo latino, es decir café con leche y pan con mantequilla; y después de las faenas matutinas, se tira en la cama un rato a descansar, a dormir, antes de regresar a las faenas y eventualmente al almuerzo.

Siempre me ha parecido esta costumbre de una decadencia exquisita. Decadencia popular, que son las mejores. Cualquier ricachón se puede dar cualquier gustazo. Pero cuando el pueblo muestra tales refinamientos es mucho más delicioso. En fin, que a mí también me gusta la siesta del carnero, aunque no la he practicado mucho.

La siesta era un tormento en mi niñez. Bueno, exagero. Un aburrimiento. Yo no quería quedarme dormido, pero no había nada que hacer. Afuera de mi cuarto sonaba la radio – música tal vez o una novela – y a veces el trapeador, un sonido que me trae a la mente mi niñez: tela mojada cayendo sobre losa. Pero yo no quería dormir.

Mis mayores si dormían. Recuerdo a mi tío paterno, en días que yo pasaba en casa de mi abuela, donde él vivía, llegar del trabajo y tirarse en la cama después de almorzar. Me llamaba la atención que solo se había quitado el saco y zafado la corbata. Todo lo demás de su atuendo quedaba en su lugar. Criollo él, nunca se daba el gusto de la siesta matutina. Tampoco vi a nadie de mi familia materna, donde originaba esa costumbre, tomarla. Pero la historia, la leyenda, el mito, eso sobrevivió y sobrevive en mi imaginación.

Gracias a una profesión de horas flexibles, o quizás impredecibles, he podido en algunas épocas tomarme la siesta de la tarde, la típica, la hispana. Y se ha descubierto que es sana, quizás hasta necesaria para la buena salud. Al contrario de mi niñez me gusta tomar una siesta. Y admito que en ciertas épocas de embriaguez romántica, ir a cama por la tarde tomaba otros matices.

Hace más de dos años que vine a vivir con mi mamá, ya muy mayor, y hacía que ella me contara sobre su familia. Regresó el cuento de esa legendaria siesta. Y yo, en mañanas que había madrugado después de no haber dormido bien, me tiraba a dormir la siesta del carnero. Ella misma me decía que lo hiciera si veía que me hacía falta. Y yo le obedecía.

En abril del año pasado, mi madre falleció. Y desde entonces no tomo más la siesta del carnero.